La buena escritura

Pablo Amster
5 min readJul 3, 2022

--

Hace unos años, un grupo de psicoanalistas me invitó a escribir un artículo sobre topología, al que titulé El nudo o la vida. No porque me fuera la vida en ello, sino porque lo primero que me vino a la cabeza fue aquel notable libro de Jorge Semprún llamado La escritura o la vida. Y pronto me di cuenta de que, en un texto destinado a público lacaniano, esta disyunción tendría resonancias múltiples, no solo por el célebre asunto de la elección forzada (“la bolsa o la vida”) sino, en lo que al nudo concierne, por aquella pretensión de hacer del nudo una escritura.

El libro de Semprún hace alusión justamente a un detalle de escritura que salvó su vida: tras unirse a la Resistencia francesa, es apresado y llevado al campo de concentración de Buchenwald. Al llegar, el recluso alemán que tomó sus datos también optó por ejercer su propia Resistencia y se rehusó (sin que Semprún lo supiera) a anotarlo como estudiante, cosa que lo llevaría a una muerte casi segura. Tal vez el alemán comenzó a anotar la palabra Student pero luego, en un giro salvador, la transformó en Stuckateur (estucador): al fin y al cabo, para la lógica nazi, resultaba más útil mantener con vida a alguien con habilidades de albañil que a un mero estudiante.

Pero, ¿qué es escribir? Y, en particular: ¿por qué convocar a un matemático para hablar de ello? Como se sabe, la palabra “matemática” viene de mathema, que se relaciona con lo que se aprende, aunque deberían pasar muchos siglos para que lo que se aprende se transformara en lo que se escribe. En este proceso de formalización, fue fundamental el aporte de Leibniz, quien concibió la idea de un lenguaje simbólico que alcanza su máxima expresión en la Characteristica Universalis, tantas veces invocadas por autores como Borges y -por supuesto- Lacan. Un par de siglos más tarde, vio la luz la Begriffsschrift de Frege, que se traduce habitualmente como Notación conceptual. Así como Leibniz pretendía liberar a la lógica de las vaguedades del lenguaje ordinario, con Frege el plan se puso eficazmente en marcha y se transformó en un emblema del logicismo, cuya consigna suele resumirse así:

Cualquier verdad matemática puede ser traducida en verdad lógica y cualquier demostración matemática puede ser traducida en demostración lógica.

Sin embargo, estaba casi cantado que, con tanto rigor formal, iba a surgir también una corriente formalista que, en oposición al platonismo, propondría -a grandes rasgos- reducir la matemática a la letra. Para Platón, la matemática no llegaba a ser episteme porque necesitaba de la representación (desde ya, imperfecta) para transmitir las verdades ideales; en cambio, para el formalismo no hay tal mundo ideal: Hilbert se refirió a la matemática como un meaningless game, un juego desprovisto de significado. Lacan se nutrió de estos debates e introdujo el concepto de matema, aspirando quizás a una transmisión sin pérdida.

Hay que decir que, en la antigüedad, la escritura no gozaba siempre de tanto prestigio. Algunos pueblos sostenían que, por así decirlo, “los escritos se los lleva el viento”. Tal era la opinión, sin ir muy lejos, de quienes poblaban Francia muchos siglos antes que Lacan, como se puede cotejar en algún episodio de Astérix: si bien adoptaron ciertos sistemas de escritura, los habitantes de la Galia céltica consideraban que la buena transmisión, la verdadera, era la oral. Cuesta pensar que la acción del viento pudiera tener efectos serios unos siglos antes de la invención del papel, cuando los documentos se escribían sobre tablillas de madera o piedra; sin embargo, druidas y adivinos fueron de suma importancia para que la cultura gala llegase hasta nuestros días. Otros pueblos como el hebreo establecieron, en cambio, una calculada combinación de escritura y oralidad: la tradición sostiene que Moisés, en el monte Sinaí, recibió al mismo tiempo la Torá escrita y la Torá oral, aquella que no cesa de escribirse.

Pero, ya que hablamos de druidas y profetas, volvamos a Lacan y su afán de producir una escritura a partir del nudo, lo que nos lleva a preguntar: esos diagramas que trazamos en el plano, ¿constituyen una escritura? En principio no se trata de letra sino de representación; sin embargo, consisten en algo más que un simple “dibujito”, pues permiten operar mediante reglas combinatorias, sin necesidad de echar mano a la cuerda. Cuando estudiábamos geometría en el colegio nos marcaban la diferencia entre la resolución gráfica y la analítica, que era la “buena”; tiempo después, pudimos comprobar que otra interpretación de lo que significa “análisis” permite asociar esto a la distinción lacaniana entre mostración y demostración.

Por otra parte, cabe destacar también el hecho de que no es lo mismo escritura que grafía. Ya que hablamos de la Torá oral, cabe remitirnos al Talmud, que significa “estudio” y vuelve a explicarnos la preferencia, en la Alemania de 1940, por los estucadores. Allí podemos encontrar algunos ejemplos notables en los que la cuestión de la grafía es crucial:

Está escrito: “Escucha Israel, el Eterno es nuestro Dios, el Eterno es Uno”. Si transformas la letra ד (dalet) en ר (resh) devastas el mundo.

Así, algo que parece apenas un error tipográfico, se convierte en fatal. Las letras Dalet y Resh tienen una grafía muy similar, pero, en la frase central del judaísmo, cambiar una por otra transformaría Ejad en Ajer. De esta manera, en vez de Dios es Uno se leería nada menos que: Dios es Otro. A modo de conclusión, podemos decir que, para ser buenos observantes de los preceptos bíblicos, debemos empezar por tener (si se admite el pleonasmo) una buena caligrafía. Quienes no estén dispuestos a remontarse a las fuentes talmúdicas pueden recordar también el ejemplo, más cercano, de la película Brazil, en la que un error de tipeo provocado por una mosca convirtió el nombre del terrorista Harry Tuttle en el del honorable padre de familia Harry Buttle, devastando el mundo de este último. Así como una buena escritura salvó a Semprún, una mala escritura acabó con la vida de Buttle.

Para concluir -y aliviar un poco los ánimos- podemos decir que no siempre se trata de una cuestión de vida o muerte. Los griegos no tenían el sistema decimal que, sin duda, es una fantástica forma de escritura. Suele decirse que si Arquímedes lo hubiera conocido, se habría adelantado veinte siglos al cálculo infinitesimal de Leibniz y Newton. De manera más drástica, los pitagóricos pensaban que todos los números eran racionales, descartando la existencia de los inconmensurables. Sin embargo, en el sistema decimal es muy fácil intuir la aparición de los irracionales, que son aquellos números cuyo desarrollo es no periódico (otra vez: no cesan de escribirse). Pero los pitagóricos no contaban con esta “buena escritura” y no fueron capaces de verlo; su sistema filosófico se desmoronó (por no decir: se devastó) cuando uno de sus integrantes, a partir del propio teorema de Pitágoras, mostró que la raíz cuadrada de 2 es un número irracional. Esta historia me llevó alguna vez a señalar un hecho que rige, de manera asombrosa, nuestra condición de escribas o, cuando menos, de matemáticos: en ocasiones, una forma de escribir puede condicionar nuestra visión del mundo.

--

--

Pablo Amster

Matemático, profesor de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA e Investigador de CONICET. Autor de diversos libros de divulgación.