La matemática, fuera de broma

Pablo Amster
12 min readFeb 22, 2020

En uno de sus seminarios, el psicoanalista francés Jacques Lacan pronunció una de esas frases que traerían más de un dolor de cabeza a sus seguidores: No hay enseñanza más que matemática, el resto es broma. Se refería a unas fórmulas que denominó matemas y definió como punto pivote de toda enseñanza, aunque un grupo de detractores ha optado por cambiar el término “pivote” por “pavote”. Se trata del mismo grupo que acuñó aquella celebrada expresión de tinte lunfardo: ¡Araca, Lacan!

Pero más allá de las discusiones entre seguidores y detractores de Lacan (en las que a veces no se sábe cuál es cuál), lo que casi nadie observa es algo que para los matemáticos se cae de maduro: la frase no excluye la posibilidad certera de que también la matemática se trate, en el fondo, de una gran broma. El objetivo de esta nota es mostrar que el último comentario, lejos de ser casual, encierra uno de los aspectos más profundos de esta disciplina que, como muchos sospechan, tuvo su origen unos cuantos siglos antes de que el afamado psicoanalista se interesara en ella.

Cuando se le pregunta a la gente común su opinión sobre la matemática, uno de los últimos adjetivos que suelen aparecer es “graciosa”. A la luz de los hechos, esto resulta bastante justo y explica, entre otras cosas, que se la haya definido como el arte de convertir café en teoremas y no en carcajadas. Sin embargo, quienes nos dedicamos a ella, sabemos que la matemática consiste esencialmente en pasarla bien, inventar mundos y, en ocasiones, reírnos de nuestros propios inventos. Esto da origen a una subclase bien definida del humor, conocida como humor matemático, que suele provocar entre los no-matemáticos una reacción similar a la de uno de los personajes de Dios, una comedia teatral de Woody Allen, al escuchar los devaneos filosóficos de otro personaje: No me sorprende que te inviten a tan pocas fiestas. La reacción es lógica, pues se trata de un humor capaz de combinar aspectos incomprensibles para la mayoría de los mortales con la más asombrosa candidez. A modo de ejemplo, basta recordar aquella broma ingenua que escuché de la boca de un matemático alemán, quien pocas horas antes había dictado un seminario espantosamente complicado y ahora preguntaba, con ojos chispeantes y sonrisa pícara:

What is a normed space which is complete and yellow?

Una vez superada la ligera sorpresa de encontrarse con un término poco habitual en el ámbito matemático (amarillo), la solución al enigma no parece demasiado hilarante, por más que venga precedida de ruidosas y guturales risotadas:

Ho-ho-ho, a Bananach Space.

Cabe aclarar que aquí la combinación es doblemente letal: una mezcla de humor matemático y humor alemán; como sea, el ejemplo viene a cuento para ilustrar no solo la mencionada candidez sino el hecho crucial de que cualquier broma, por inocente que sea, requiere para ser exitosa una base común de conocimientos con el oyente. En este caso, es altamente improbable que acompañemos a nuestro amigo alemán en su entusiasmo, pero si además ignoramos que un espacio normado completo (¿qué será eso?) se denomina espacio de Banach, entonces la probabilidad se reduce a cero. Probemos ahora con un clásico entre los estudiantes de análisis matemático:

En una fiesta de funciones, la exponencial se encuentra sola en un rincón. Viene el coseno y le dice: “¡Eh, intégrate!”, a lo que la exponencial responde: “¿Para qué? Da lo mismo.”

Nuevamente, el oyente desprevenido queda completamente en ayunas hasta que, todavía con lágrimas en los ojos, uno de los matemáticos presentes le explica que al “integrar” o calcular la primitiva de una función exponencial es exactamente la misma función. El conocimiento que requiere este otro, en cambio, es mucho más básico y eso que le brinda una mayor efectividad:

Pero ya se trate de una dificultad más grande o más pequeña, chistes de esta clase recuerdan un concepto vertido por el argentino Macedonio Fernández, tan admirado como plagiado por sucesivas camadas de escritores. Se trata del no-enseguida chiste, del que brinda algunos ejemplos:

-Era tan feo, que aun los hombres más feos que él no lo eran tanto.

-Al ladrón, bajo la cama: -¡Pero hombre! ¡Se ha puesto usted la cama del revés!

Puestos a analizar la estructura profunda de estas construcciones, podemos decir que justamente de eso se trata, de “ponerse la lógica del revés”, lo que genera un inevitable vacilación antes de largar la risa. A tal aspecto se refiere el propio Macedonio cuando introduce tan notable género humorístico:

Considerando los chistes dudosos (¿Es chiste o no es chiste?) como un género superior, de más calidad que el chiste cierto y por ello más escaso de ejemplos, como lo comprobará el que se decida inaugurar una colecta de ellos, propongo crear la Sección de esta especie, de la risa en duda.

Esto puede extrapolarse al plano, más general, de un humor que subvierte la lógica. Llevado al extremo, el mecanismo produce como resultado paradigmático el maravilloso (por no decir “tenebroso”) país de Alicia, caracterizado por Chesterton como un territorio poblado por matemáticos locos. En este punto, muchos coinciden en afirmar que se trata de un diagnóstico bastante preciso; más aún, hay quienes opinan que incluye un pleonasmo, dado que el adjetivo “locos” no agrega nada al sustantivo que pretende calificar. Una opinión exagerada, sin dudas, aunque no es raro ver emparentada la matemática con la locura. Esto se debe, por un lado, al hecho de que la propia actividad y el manejo de entidades tan abstractas lleva a transitar senderos a veces resbaladizos, en los que más de un Cantor ha patinado. Y, por otro lado, porque a veces la dualidad locura-cordura forma parte de la propia esencia del razonamiento matemático. Desde esta perspectiva, el diálogo entre el sonriente gato de Cheshire y Alicia es menos insensato de lo que uno pensaría:

-¿Y cómo sabe que usted está loco?

-Para empezar -dijo el Gato-, un perro no está loco. ¿Aceptas eso?

-Supongo que sí -dijo Alicia.

-Bueno -siguió el Gato-, sabes que un perro gruñe cuando está enojado y mueve la cola cuando está contento. Ahora bien, yo gruño cuando estoy contento y muevo la cola cuando estoy enojado. Luego, estoy loco.

Lo que se evoca es aquel antiguo artificio inventado según se dice por Tales: la demostración matemática. En este caso, se trata de una prueba por contradicción o reductio ad absurdum, que consiste en suponer falso el enunciado que se quiere probar, para llegar a una contradicción. Esto implica, por fin, que entonces el enunciado original tiene que ser verdadero. Pero la lógica clásica conoce todo tipo de reductios, algunas válidas y otras falaces. Entre estas últimas, hace poco se ha dado el triste nombre reductio ad hitlerum a aquel argumento según el cual debemos evitar ciertas conductas por el simple hecho de que son habituales en tal o cual personaje nefasto X. Por increíble que parezca, se trata de un “razonamiento” sumamente frecuente:

No debemos escuchar música clásica, pues era la música preferida del malvado X.

Hay variantes un poco más simpáticas, como la que describe el filósofo Alain De Botton en su novela Del Amor. El narrador y Chloe están profundamente enamorados y la cosa va bien hasta que ella se compra unos zapatos horribles, lo que despierta una reflexión profunda, casi un cuestionamiento:

¿Cómo puedo gustarle yo y esos zapatos?

Esto va, por cierto, en la misma línea de una sección del mismo libro titulada Marxismo, pero no por el célebre pensador alemán sino por aquel otro Marx, no menos célebre ni menos pensador, capaz de anunciar que jamás pertenecería a un club capaz de aceptar como socio a alguien como él. La versión de Alain De Botton se presenta así:

Si él/ella es tan maravilloso/a, ¿cómo es posible que pueda amar a alguien como yo?

No queda claro a qué clubes perteneció Groucho, aunque su ocurrencia deja claro que debería ser aceptado en el club de los matemáticos (que, según el imaginario popular, está rebosante de gente “como él”). En efecto, si miramos más de cerca, seremos capaces de encontrar en su frase el hilo de aquel argumento sutil que hizo tambalear la lógica de principios del siglo XX: la paradoja de Russell. Un hilo que en realidad comienza a desenrollarse mucho antes y se prolonga hasta los años treinta, cuando Gödel logró insertar otra conocida paradoja en las entrañas mismas de los sistemas formales. Se trata de la paradoja de Epiménides, llamada del mentiroso pues también admite una reducción, no a un absurdo pero sí a un enunciado notablemente breve: Miento. Si digo la verdad, miento, mientras que si miento, digo la verdad; el argumento es tan simple que cuesta creer que, convenientemente adaptada, esta “broma” haya sido capaz de derrumbar las ambiciones del formalismo matemático. Gödel tuvo la habilidad de construir, dentro de un sistema dado, una proposición p que no afirma su falsedad pero sí su imposibilidad de ser demostrada. Los sistemas formales revelan así una suerte de limitación intrínseca, hecho que ha sido empleado, fuera del contexto matemático, para decir toda clase de barbaridades. Pero más interesante es otra limitación todavía más profunda, que pone en juego la propia capacidad de los sistemas de convencerse a sí mismos acerca de la solidez de sus métodos. Es otro de los teoremas de incompletitud de Gödel, el segundo, que muestra que ciertos sistemas lógicos no son capaces de probar su propia consistencia. Por supuesto, el enunciado riguroso requiere mucho mayor cuidado, pero la esencia se puede ver ya en este fragmento de Chesterton:

- (…) Es horrible. Debo de estar loca.

- Si usted estuviera loca realmente -contestó el joven-, creería usted estar cuerda

La idea es clara: una persona X no puede, mediante un razonamiento, demostrarse a sí misma que no está loca, pues hay dos posibilidades:

  1. X no está loco y el razonamiento es válido.
  2. X está loco y su razonamiento es un completo disparate… aunque él cree -justamente, por estar loco- que es correcto .

La situación es opuesta a la del gato de Cheshire, que pretende dar una prueba de su locura haciendo caso omiso de la completa inutilidad de su esfuerzo: ¿cómo vamos a confiar en los razonamientos de alguien que está totalmente chiflado?

Pero como el lector de Carroll Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas recordará, la conversación con el gato es apenas la antesala, una suerte de preparación para el capítulo siguiente, el séptimo, que gira en torno a la locura desde el principio hasta el fin. El escenario es la casa de la liebre de Marzo, que está loca porque marzo, en esos hemisferios, es la época del amor de las liebres. Y más loco aún está el Sombrerero, hecho que termina de explicar el título del capítulo: Una merienda de locos. Es oportuno señalar que la traducción no permite apreciar allí una velada alusión a quien es en realidad el personaje central del capítulo, un invitado que nunca llega y está más loco que todos los otros: el tiempo. El título original A Mad Tea Party, en efecto, juega con la homofonía entre la palabra tea (té) y la pronunciación en inglés de la letra t, que es la variable preferida por los físicos para denotar el tiempo. En esa época se estaban discutiendo ideas “locas” que recién en el siglo XX comenzarían a tomarse con toda naturalidad en el campo de la ciencia y dieron lugar a esa entidad denominada espacio-tiempo. Hasta ese entonces, todos preferían seguir a Kant en su idea de que la geometría es la ciencia del espacio y el álgebra corresponde al tiempo; sin embargo, un trabajo dado a conocer por William Hamilton en 1843 cambió por completo el enfoque del asunto al presentar sus célebres cuaterniones. Al principio, definió ternas de números que representan el espacio tridimensional y se pueden sumar o restar. Aunque no lograba encontrar la forma de multiplicarlas, tarea que le llevó varios años durante los cuales -según se cuenta- sus hijos le preguntaban cada día, en el desayuno:

-Papá, ¿ya puedes multiplicar las tripletas?

Años más tarde, en una carta dirigida justamente a uno de esos hijos preguntones, Hamilton evoca el momento exacto en que logró resolver el asunto, introduciendo una nueva coordenada a sus “tripletas” para así describir de manera conjunta el espacio físico y el tiempo:

Mañana será el decimoquinto cumpleaños de los cuaterniones. Surgieron a la vida, o a la luz, ya crecidos, el 16 de octubre de 1843, cuando me encontraba caminando con la Sra. Hamilton hacia Dublín, y llegamos al Puente de Broughman.

Volviendo a Alicia, hay quienes afirman que todo el capítulo mencionado es una recreación de este debate. Los tres personajes (el Sombrerero, la Liebre y el Lirón) corresponden a las coordenadas espaciales; el invitado que, como dijimos, nunca llega pero está presente en toda la escena es el tiempo, que completa el cuaternión. El propio Sombrerero se ocupa de aclarar que se trata, en efecto, de un personaje tan importante como los otros tres:

-Creo que ustedes podrían encontrar mejor manera de matar el tiempo -dijo- que ir proponiendo adivinanzas sin solución.

-Si conocieras al Tiempo tan bien como lo conozco yo -dijo el Sombrerero-, no hablarías de matarlo. ¡El Tiempo es todo un personaje!

Uno de los aspectos fundamentales de los cuaterniones es el hecho de que, en contra de las expectativas algebraicas de aquellas épocas, el producto no cumple la ley de conmutatividad, vale decir, AB no es necesariamente igual a BA. No se trata de algo fácil de aceptar para quien solo sabe multiplicar números comunes; tal debe ser el caso de Alicia, quien ingenuamente asume que decir lo que se piensa es lo mismo que pensar lo que se dice. Con esto se gana una severa reprimenda:

–¿Lo mismo? ¡De ninguna manera! –dijo el Sombrerero-. ¡En tal caso, sería lo mismo decir “veo lo que como” que “como lo que veo”!

–¡Y sería lo mismo decir –añadió la Liebre de Marzo- “me gusta lo que tengo” que “tengo lo que me gusta”!

–¡Y sería lo mismo decir –añadió el Lirón, que parecía hablar en medio de sus sueños- “respiro cuando duermo” que “duermo cuando respiro”!

Claro que esta última intervención ya no sirve como ejemplo de no-conmutatividad ya que, como señala el sombrerero, en el caso del Lirón es lo mismo. El diálogo parece remitir también a los desarrollos de una lógica que, si bien se discutía desde los tiempos de los estoicos, recién en la época de Carroll comenzaba a formalizarse: la lógica llamada intensional, en contraposición a la extensional, en la cual no valen muchas de las reglas habituales. Entre ellas, la referida conmutatividad, como se puede apreciar en este otro ejemplo que involucra también el tiempo:

Juan enloqueció y consultó a su psicoanalista.

Juan consultó a su psicoanalista y enloqueció.

Pero no solo de locura vive el matemático (ni el psicoanalista), así que veremos ahora un último ejemplo en el cual que el humor no proviene, como antes, de subvertir la lógica, sino más bien de servirse de ella de manera lisa y llana. Se trata de un chiste que escuché hace muchos años, cuando todavía no era capaz de hacerme una idea plena de sus verdaderos alcances:

-¿Qué tal? ¿Cómo te va en la carrera?

-Y… más o menos.

-¿Por qué? ¿Es muy difícil?

-Y… más o menos.

-¿Y te falta mucho para terminar?

-Y… más o menos.

-Pero ¿en qué facultad estudias?

-En Ciencias Exactas.

Como menciono en mi libro Fragmentos de un discurso matemático, los desarrollos matemáticos de las últimas décadas permiten una segunda lectura del chiste, a la luz de una nueva clase de lógica: la lógica borrosa, invención de un matemático llamado Zadeh. La idea es (más o menos) la siguiente: en vez de los habituales valores de verdad 0 (falso) y 1 (verdadero), se considera el continuo entre dichos valores; de esta forma, existen enunciados que no son verdaderos sin llegar a ser del todo falsos. Algo de esto había anticipado Bertrand Russell en un artículo sobre la vaguedad del lenguaje, donde hace referencia a un hombre que pierde uno a uno los pelos hasta quedar completamente calvo. La pregunta es si hay algún día específico en el que se transformó, lisa y llanamente, en un pelado. Con la lógica borrosa no hay problema: es posible pasar por distintas etapas (peludo, un poco pelado, bastante pelado, etc) sin que a ningún matemático se le mueva un pelo. Un enunciado con valor de verdad cercano a 1 es bastante verdadero, mientras que otro con valor cercano a 0 es bastante falso.

La lógica borrosa (también llamada difusa) ha encontrado aplicaciones en los más diversos campos, desde la economía a los lavados de ropa, la medicina o las escalas musicales y la afinación. Pero volviendo al tema de este artículo, también podemos emplearla para discernir entre un chiste pésimo (los espacios de Bananach), uno muy bueno, uno más o menos… y esto nos lleva otra vez al comienzo, a la enseñanza y las bromas. Es algo que percibí apenas comencé mi carrera, en el preciso momento en que empezaron a invitarme cada vez a menos fiestas: el humor constituye, en buena medida, la esencia de la matemática. Y como nunca abandoné el espíritu tanguero, tras “haber vivido dando tumbos” puedo al fin decir:

Yo anduve siempre en humores, ¡qué me van a hablar de humor!

Adaptado del artículo …también es broma, publicado en Desde el jardín de Freud N° 17 (2017).

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Pablo Amster

Matemático, profesor de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA e Investigador de CONICET. Autor de diversos libros de divulgación.