Un tesoro intacto y secreto
A modo de advertencia: Todas las citas textuales corresponden a La biblioteca de Babel, de J. L. Borges. Las citas no textuales y todo lo que no es cita, claro está, puede encontrarse también en la biblioteca: en alguno de sus interminables anaqueles.
La Biblioteca (que otros llaman el universo) se hallaba tohu va-bohu; confusa, sorprendente-mente vacía. Una vez se proclamó que sus anaqueles registraban la inmensa combinatoria de todos los libros, y los hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y secreto. No había premonición que no figurara en alguna de las páginas de sus volúmenes, desde la historia minuciosa del porvenir hasta las interpolaciones de cada libro en todos los libros. Esto, en algún sentido, es cierto: el número -aunque vastísimo, no infinito- de posibles combinaciones de los veinticinco signos ortográficos en secuencias que ocupan (como dice el cuento) 410 páginas de 40 renglones con 80 caracteres cada uno es 25 elevado a la 1312000. Para darnos una idea, se trata de un número de casi dos millones de cifras: tantas, que su escritura completa no cabría en ninguno de los libros de la propia biblioteca. En otras palabras, un número lo suficientemente grande como para pensar en un auténtico “tesoro”.
Sin embargo, la extravagante felicidad de los hombres se ve prontamente disipada. En rigor, tan grandioso número total de libros es insignificante, puesto que cualquier número natural está infinitamente lejos del más pequeño de los infinitos. Pero también cabe recordar aquella antigua historia de la muesca en la madera, que puede plantearse de la siguiente forma:
Supongamos tener escrita una descomunal enciclopedia que reúne todo el conocimiento, letra por letra. Podemos incluso concedernos la ilusión de imaginar que tal conocimiento es infinito; digamos, entonces, que esta Enciclopedia compendia todo lo que saben todos los hombres de todos los tiempos, todo lo que han escrito y creado, así como sus producciones futuras. Un texto de estas características sería comparable, en el cuento de Borges, al volumen único, el vademécum sedoso que propone Letizia Álvarez de Toledo, aunque mucho más inabarcable ya que la Biblioteca, si bien ilimitada, es periódica. Quizás llame la atención el hecho de que un volumen tan extenso pueda adaptarse al formato de los otros libros mediante el simple truco de recurrir a la geometría indivisibilibus de Cavalieri: un número infinito de hojas, cada una de ellas infinitamente delgada. Sin embargo, lo que se propone aquí es aún más desconcertante, a pesar de ser tan sencillo como un ejercicio de guematría. Para comenzar, vamos a codificar el descomunal texto, haciendo corresponder cada uno de los signos ortográficos con un número. Se debe tener, eso sí, el cuidado de no dar lugar a ambigüedades; por ejemplo, mediante la siguiente asignación:
a → 01
b → 02
c → 03
…
z → 27
De esta manera, la palabra “casa” se traduce (mejor dicho, se traslitera) de modo inequívoco a la secuencia 03012001. Si además, siguiendo a Borges, codificamos también el espacio entre palabras, por ejemplo mediante 00, entonces nuestra gigantesca obra podría empezar así:
05140005120003161309051427160003190516000409162000051200030905121600260012010021090519190100…
En otras palabras (por así decirlo), se forma una tira infinita de cifras, fácilmente decodificable por cualquiera que conozca la regla. Ahora bien, nada nos impide colocar un cero y una coma ante esta versión algo deslucida de la totalidad de nuestro conocimiento, para obtener:
0,05140005120003161309051427160003190516000409162000051200030905121600260012010021090519190100…
El resultado, si bien tampoco cesa de escribirse por culpa de su (aperiódica) infinitud, ya no es tan terrible: en efecto, no es más que un número real. Cosa que, como ya sabemos, es apenas un punto de la recta; en este caso, más precisamente: un punto del segmento de números entre 0 y 1. Alcanza entonces con tomar un trozo de madera y hacer una pequeña muesca en el lugar exacto, y tendremos en nuestro bolsillo la totalidad del conocimiento humano. Más que en un volumen, toda la biblioteca puede condensarse en un punto, que es adimensional: una suerte de Aleph.
Nos hemos referido a lo insignificante que resulta una biblioteca cuyas posibilidades abarcan poco más de cuatrocientas páginas llenas de caracteres, máxime cuando se sabe que no hay dos libros idénticos. El universo parece condenado a una irremediable finitud, aunque la soledad del escriba se alegra con lo que llama una “elegante esperanza”: la biblioteca es ilimitada y periódica.
Pero la elegancia no basta para evitar lo que parece una contradicción, pues la periodicidad obligaría a repetir los volúmenes. Es posible, entonces, que el truco consista en alterar el concepto de identidad, haciendo que cada libro no sea “el mismo” a lo largo de sus reediciones. Así como una “vaga tesis” insinuaba que el valor de MCV en la tercera línea de la página 71 no era el que puede tener la misma serie en otra posición de otra página, todos sabemos que en un anaquel perdido, a miles de millones de hexágonos de aquí, se encuentra el Quijote de Pierre Menard, inconfundible de su fácsimil, la engañosa versión cervantina.
Insignificante o no, ilimitada o no, los hombres de la Biblioteca se descubrieron poseedores del tesoro de la combinatoria y, por un instante, creyeron tenerlo todo. Pero el epígrafe del cuento ya nos lo había advertido al introducir la melancolía: si en sus páginas se encuentran todas las combinaciones de letras, es fácil deducir que para cada hombre existe un libro que escribe su destino. Sin embargo, ningún bibliotecario ha dado la clave para encontrarlo; peor aún: existe una infinidad de versiones falaces del mismo destino, sin que haya forma de saber cuál es la verdadera. Esto no es lo que queremos; tenerlo todo así es no tener nada. En tal sentido, el Dios de la tradición bíblica es más justo, pues entregó a su pueblo reunido al pie del monte Sinaí la totalidad de la Torá: la Torá escrita y la oral, que incluye las reglas para su lectura. Nada hay, dice la tradición, que no se encuentre en el texto bíblico, como producto de alguna de sus múltiples (infinitas) lecturas. Es la tradición oral la que permite distinguir las verdades de las falsedades; todo junto, de una sola vez, fue entregado por Dios a su pueblo, reunido en el desierto.